EN EL CORAZON (NOVELA ADAPTADA)
viernes, 25 de diciembre de 2015
CAPITULO FINAL
Paula se estiró una pizca y se acurrucó de nuevo contra el cuerpo caliente que había sido la fuente de su satisfacción.
Notó que alguien la tenía abrazada por la cintura y despertó:
–Hola –dijo Pedro y la besó.
Ella lo miró a los ojos.
–Me he quedado dormida.
Él sonrió.
–Así es. Y es la primera vez que lo veo.
Paula no sabía dónde meterse. Después de meses de angustia, preocupación y sufrimiento, resultaba que se había dormido mientras Pedro le hacía el amor. No había sido su intención. Lo había acompañado durante todo el camino, o eso creía.
–Lo siento –murmuró. Recordaba que él la había besado después de desvestirla y tranquilizarla, y después...–. Debía de estar más cansada de lo que pensaba.
–Te has echado una siesta –comentó él, abrazándola con fuerza y acariciándole la espalda mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja–. Y no ha sido muy larga. Estoy seguro de que el café todavía está templado en la cafetera.
No fueron a comprobarlo. Exploraron sus cuerpos una vez más, amándose con tanto deseo que no había cabida para la timidez o la contención. Pedro le acarició el cuerpo, deteniéndose sobre su trasero redondeado mientras la estrechaba contra su miembro erecto. Ni siquiera cuando movió las manos sobre la base de su columna y sobre sus muslos, ella se puso tensa. Paula colocó las manos a cada lado de su rostro y le inclinó la cabeza para besarlo de forma apasionada.
Cuando él colocó su cuerpo sobre el de ella, Paula no pudo evitar gemir de deseo. Necesitaba sentirlo en su interior, experimentar la sensación de cercanía, de unidad.
Pedro la penetró con un solo movimiento y Paula tensó la musculatura para atraparlo en su interior. Enseguida acompasaron el ritmo de sus movimientos y, con cada uno de ellos, Paula sintió que estaban reafirmando los votos que habían pronunciado dos años atrás, pero con un significado especial. Entonces, estaban locamente enamorados y embriagados por la novedad de los sentimientos que experimentaban. Dos años después, habían superado una gran crisis y, por ello, su unión era más intensa y apasionada. Era como si sus almas se fusionaran y ambos cuerpos se atrajeran por igual.
Cuando llegaron al éxtasis, comenzaron a sacudirse con fuerza distanciándose por completo de la realidad. De todas las veces que habían llegado juntos al orgasmo, ninguna había sido tan intensa y ella sabía que Pedro también se había dado cuenta. Con el cuerpo tembloroso, él la abrazó con fuerza para mantenerla unida a él durante un rato más.
–Te quiero –dijo él en tono sensual–. Más que a la vida misma.
–Yo también te quiero –susurró ella.
Pedro la miró fijamente a los ojos y la besó en la punta de la nariz.
–Eres adictiva, ¿lo sabías? Antes de recogerte del hospital me prometí que iría despacio, que permanecería a tu lado, sin presionarte, sin estresarte, respetando tu ritmo. Y ahora, en unas pocas horas, te he hecho el amor tres veces. Mi única excusa es que durante los tres últimos meses he estado despierto cada noche, en nuestra cama, deseando que estuvieras conmigo, recordando cómo era cuando te tenía a mi lado, volviéndome loco.
Se retiró de su interior, pero la rodeó con los brazos y susurró:
–No puedo creer que ahora estés aquí. Antes, cuando desperté y no estabas...
Ella le sujetó el rostro y lo besó con fuerza.
–Lo siento –le dijo–. No volveré a hacerlo. Lo prometo. Ya estoy aquí.
Pedro la besó también, acariciándola mientras la estrechaba contra su cuerpo.
–¿En mente y cuerpo? –le preguntó–. Y no mientas para hacerme sentir bien. Necesito saber cómo te sientes si vamos a superar esto.
Como respuesta, ella arqueó el cuerpo contra el suyo.
–Estoy aquí –repitió con firmeza, y le acarició la espalda antes de pasar a su vientre y recorrer la línea de vello que llegaba hasta su miembro, provocando que él se excitara.
Después, lo rodeó con la mano y sonrió.
–¿Te apetece empezar otra vez para llegar a la cuarta vez que hacemos el amor? –murmuró, y lo besó en la boca con delicadeza.
Esa vez se amaron lentamente y, cuando regresaron de un mundo lleno de sensaciones íntimas, Paula permaneció entre los brazos de su marido con el cuerpo completamente relajado, mientras Pedro estiraba el edredón sobre ellos.
Los eventos de las últimas veinticuatro horas y, por supuesto, las semanas de angustia y ansiedad de antes de Navidad le estaban pasando factura, pero ella no quería quedarse dormida otra vez. Necesitaba estar con Pedro, sentirlo, mirarlo, acariciarlo. Se sentía como si hubiese regresado a casa de un viaje largo y peligroso.
–¿Dijiste que tenías algunas ideas acerca de lo que podría hacer en un futuro? –murmuró–. ¿Y cuáles son?
Pedro la sujetó por el trasero y la estrechó contra su cuerpo antes de besarla durante largo rato. Cuando se separó, le dijo:
–Las tengo. ¿Qué te parece si voy por algo de beber y hablamos? Hay vino en la nevera.
Ella sonrió.
–¿No es un poco pronto para tomar vino? Ni siquiera es la hora de comer.
–Para nada. Es Navidad. Las normas de siempre no se aplican. Además, te abrirá el apetito para la hora de comer... Y por cierto, sugiero que comamos en la cama. De hecho, no veo ningún motivo para levantarnos en todo el día, ¿y tú?
–Ninguno –admitió ella.
El vino estaba helado y delicioso. Pedro había llevado la botella y dos copas a la cama, junto con el resto de regalos que había bajo el árbol del salón. Ella abrió los regalos entre sus brazos. Un reloj de oro, un camisón de seda y un picardías, su perfume favorito y otros regalos, todos ellos elegidos con amor, pero lo que no podía dejar de mirar era la alianza que llevaba entre el anillo de compromiso y el anillo de boda. La alianza era preciosa, pero lo que realmente era precioso era el significado que tenía. Él se la había regalado cuando ella lo había rechazado, porque la amaba y estaba decidido a amarla de por vida. Y así era.
–Antes de que te hable sobre mis sugerencias de futuro, ¿puedo decirte que están pensadas para que podamos conciliarlas con la crianza de nuestros hijos? –preguntó Pedro.
Los hijos de Pedro. Paula no podía creer que pudiera suceder. Ella sonrió radiante.
–Puede que ocurra antes de lo que tú crees –repuso ella–. Hemos hecho el amor cuatro veces en medio de mi ciclo y llevo sin tomarme la pastilla anticonceptiva desde que entré en el hospital, así que...
–¿No te importaría? –preguntó él.
–¿Y a ti?
–No puedo esperar a verte embarazada –dijo él–. Y encajaría muy bien con ciertos cambios que he hecho en mi vida en los últimos tiempos –sonrió al ver que ella fruncía el ceño y la besó.
Rellenó las copas de vino y dijo:
–Un brindis por el nuevo propietario de Media Enterprises... David Ellington.
Ella lo miró asombrada.
–¿Has vendido la empresa? –David Ellington era otro magnate multimillonario.
–Dicho y hecho –dijo él, y bebió un sorbo de vino–. Debería haber estado contigo el día del accidente en lugar de estar por ahí tratando de resolver una maldita crisis. Fue un toque de atención para que reaccionara. Eso sí, aterrador. La noche del accidente prometí que si sobrevivías reconsideraría lo que realmente era importante en mi vida. Y eso hice. No me costó mucho pensarlo.
Paula estaba horrorizada. Pedro había trabajado mucho para construir su imperio poco a poco y ella sabía que él se sentía muy orgulloso de lo que había conseguido.
–No deberías haber hecho eso –susurró–. ¿No puedes cambiar de opinión?
–Demasiado tarde –sonrió–, y es exactamente lo que tenía que hacer. Ayer mismo me lo confirmaste. Me dijiste que tendrías que crearte una nueva vida para separarte del mundo del espectáculo en el que trabajábamos, un mundo en el que las fiestas y otros eventos nos roban mucho tiempo. Yo también había llegado a la misma conclusión. Habría ocurrido tarde o temprano una vez que hubiéramos decidido formar una familia. El accidente simplemente aceleró las cosas. Tenías razón cuando dijiste que había demasiada gente que quería algo de mí, pero te equivocaste en lo de que solo eras otra de ellas. Eso nunca ha sido verdad, aunque tú lo percibieras de esa manera. Ayer me pareció que no era el momento de contarte que había vendido la empresa, teníamos que solucionar otras cosas primero. Sin embargo, cuando te dije que podría marcharme sin arrepentirme o mirar atrás era porque lo había hecho. Mi mundo nunca fue el negocio o los contactos que tenía gracias a él. Y menos después de conocerte. Tú eres mi mundo, Pau. Hemos hablado de formar una familia, pero si los hijos no llegan por algún motivo, seguiré considerándome afortunado entre los hombres. Eres mi sol, mi luna y mis estrellas. El centro de mi universo.
Pedro le acarició el rostro con un dedo, recorriendo sus mejillas y el contorno de sus labios.
–Me alegro de haberla vendido, Paula. De veras. Fue una etapa de mi vida que disfruté mucho, pero quería avanzar contigo a mi lado. También nos ha dado mucho dinero –añadió–. Más que suficiente como para poder hacer lo que queramos durante el resto de nuestras vidas.
Ella no podía creer que hubiera vendido su imperio. Si él le hubiera dicho que estaba pensando en vender, ella habría creído que no hablaba en serio. ¿Era por eso por lo que él había vendido antes de contarle sus planes? Paula se habría sentido culpable, creyendo que solo lo hacía por ella, y habría tratado de convencerlo de que podían continuar como estaban. ¿Quizá él la conocía mejor que ella a sí misma?
–Gracias –murmuró ella.
De pronto, se sintió como si le hubiera quitado un gran peso de encima. Ya no tendría que ir a más estrenos, ni a más eventos sociales.
–¿Y qué vas a hacer? –preguntó ella, sin saber si quería reír o llorar. Pedro no era el tipo de hombre que podía quedarse sentado sin hacer nada.
–Mi trabajo principal será ser un buen esposo y padre.
Aparte, tengo un par de ideas que podrían combinarse con el programa de recuperación que los doctores te han preparado y que consistirá en un día de trabajo a la semana durante algún tiempo, con la posibilidad de alcanzar la movilidad completa dentro de seis meses o así. Hay un médico suizo que se especializa en tu tipo de lesiones, no hay nadie mejor que él, ni siquiera en los Estados Unidos, y él confía en que a estas alturas del año que viene podrás caminar con normalidad.
Ella se incorporó sobre un codo y lo besó. Saber que él estaba dispuesto a luchar a su lado significaba mucho para ella, y hacía que no le importara tanto si no conseguía recuperar todo lo que había perdido.
Pedro la besó también y, cuando se separaron dijo:
–La primera idea es que podemos abrir una escuela de teatro para jóvenes sin recursos. Con niños de nueve años para arriba. Tendríamos que contratar profesores para las asignaturas normales, para las clases de teatro y las de baile. Los que quisieran podrán estar en régimen de internado. También podríamos acoger a niños de familias desestructuradas. Todos tendrán que tener afición por el baile, el canto o el teatro, pero una vez que estén con nosotros podrán quedarse hasta que elijan marcharse. Y la casa no solo será un centro institucional, sino una casa donde reciban apoyo incondicional y se sientan seguros.
El tipo de sitio en el que él habría deseado estar cuando era un chico problemático y se sentía perdido. Paula tragó saliva para deshacer el nudo que sentía en la garganta.
–Por supuesto, tú estarás a cargo de la parte artística, de contratar a los profesores de teatro y todo eso... Y pensé que a ti te gustaría impartir las clases de baile. Necesitaremos un terreno grande para hacer una piscina, una pista de tenis, y una casa para nosotros, separada del edificio de la escuela será fundamental. No tengo ni idea de cómo hay que hacer todo eso, pero conozco gente que podría hacerlo si alguien lo financia.
–¿Y podríamos permitírnoslo? –preguntó ella.
Pedro sonrió.
–Muchas veces, cariño –le acercó la copa de vino a sus labios y él bebió un sorbo de la suya antes de continuar–. Por supuesto, hay otras opciones. A lo mejor prefieres que viajemos durante un par de años cuando terminemos el tratamiento. Un viaje por el mundo, quedándonos allí donde nos guste el tiempo que queramos. ¿O podíamos montar nuestro propio teatro? ¿Algo así? ¿O podrías dirigir una escuela de baile tradicional?
–¿Tú no crees que lo de la escuela de teatro no sería algo demasiado ambicioso para hacerlo bien?
–Sin duda. La parte del baile incluiría coreografía, gestión, historia de la danza, estética, producción, acompañamiento y composición musical, y eso sin la parte del teatro. Representación, dirección, aspectos técnicos, redacción de guiones, todo eso será necesario.
Paula lo miró maravillada.
–Has pensado en ello de verdad, ¿no?
Pedro asintió.
–Sería un cambió de vida total, Pau. Y si lo hacemos bien podríamos combinarlo con la vida familiar. Podríamos permitirnos tener a la mejor gente para los niños de la escuela, y pensé que...
Se calló de pronto y ella vio que tensaba el mentón.
–¿Qué?
–Que podríamos conseguir que sus vidas cambiaran. Sé que no para todos los niños, pero merecerá la pena si alguno encuentra una vocación para el futuro. Solo es una idea.
Paula ocultó el rostro contra su cuello, abrumada por el giro que habían dado sus vidas. Aquella idea era perfecta, y solo Pedro podía haber pensado en ella.
–¿Pau? No hace falta que digas nada hasta que hayas pensado en ello. Es un tema importante...
Paula lo abrazó por la cintura y lo interrumpió diciendo:
–Te quiero, te quiero... Y no se me ocurre nada mejor. Piénsalo Pedro. Niños que no tienen nada encontrando un lugar donde valoren el don que tienen. ¿De veras crees que podríamos darle un hogar y esperanzas de futuro?
–Por supuesto –contesto él, y ella supo que podrían conseguirlo.
Paula lo besó en los labios. No solía ser ella la que daba el primer paso y él reaccionó inmediatamente y la abrazó para besarla de forma apasionada. Se besaron durante largo rato, dedicándose palabras de amor.
–Podría hacer cualquier cosa si estás a mi lado. Sin ti, no soy nadie. No me dejes nunca sin decirme adiós, como esta mañana. Pensé que te había perdido. Te necesito, cariño. No te imaginas cuánto.
–Creo que sí, porque yo te necesito tanto como tú a mí –susurró ella–. He sido tan miserable. No solo por el accidente y por el hecho de que no podré volver a bailar, sino porque pensaba que tenía que dejarte marchar. Eres mi mundo, Pedro. Mi existencia.
Él soltó una carcajada.
–¿Así que los dos hemos estado destrozados porque nos queríamos?
–Quizá no seamos los más listos del mundo –admitió ella. Un sentimiento de felicidad la invadió por dentro.
Podía confiar en Pedro. Había perdido semanas de su vida permitiendo que fuera el miedo quien gobernara, pero ya nunca sería así. Había sido una locura imaginar que Pedro podría fijarse en otra mujer o marcharse de su lado. Él no era como su padre, ni como su abuelo. Era único, y solo para ella. Su esposo, su amor, su vida.
Se abrazaron en silencio durante largo rato y Paula añadió después.
–Tengo reservada la habitación de hotel para unos cuantos días. ¿Podríamos pasarlos en la cama? ¿Y comer y cenar aquí?
Ella sabía que él estaba sonriendo, lo notó en su voz cuando dijo:
–Por supuesto –le acarició la espalda–. Tenemos que recuperar mucho tiempo perdido y no se me ocurre un lugar mejor para hacerlo. Además, lo que necesitas es eso, muchas horas de sueño, mucho ejercicio del bueno, comida y bebida. Es nuestro momento. Nadie sabe dónde estamos, no sonará el teléfono y tengo el móvil apagado. Y excepto el servicio de habitaciones, nadie llamará a la puerta.
–Mmm, el paraíso en la tierra.
Paula cerró los ojos y notó que estaba a punto de quedarse dormida. Pedro respiraba de forma relajada y ella supo que se había quedado dormido, pero con una mano sobre su cintura y con la otra enredada en su cabello como si necesitara saber que ella estaba segura incluso cuando él dormía.
Paula pensó en la familia de nieve del patio y sonrió. La noche anterior había sido mágica, pero les quedaba toda una vida por delante. Las noches las pasarían abrazados, y los días trabajando para conseguir que niños sin recursos recuperaran la esperanza, niños que sufrían lo mismo que había sufrido Pedro. Era un nuevo capítulo, un nuevo comienzo, y cuando tuvieran hijos, los querrían mucho, al contrario de lo que les había sucedido a ellos. Sus hijos crecerían fuertes y seguros con unos padres que se amaban, Pedro y ella se asegurarían de ello.
Pedro se movió un momento y la abrazó mientras murmuraba su nombre entre sueños, y ella se sumergió en un lugar cálido y seguro, sabiendo que lo era todo para él, la única mujer que él podría amar.
El sueño se apoderó de ella, y hasta que se quedó dormida pensó en Mabel y en sus sabias palabras. Volvería a visitarla, y llevaría a Pedro para presentársela. Sentía que llegarían a ser buenas amigas, y que podría ayudarla a sentirse menos sola. A los niños les gustaría tener una abuela, y un perro también. Además, estaba segura de que cuando la escuela estuviera en funcionamiento, Mabel colaboraría con ellos ayudando a curar los corazones de los niños, de la misma manera que la había ayudado a ella aquella mañana.
Finalmente se quedó dormida, y los dos continuaron abrazados toda la noche. Dos corazones latiendo al unísono, dos mentes unidas hasta la eternidad por el lazo más poderoso de todos, el amor verdadero.
Habían conseguido salir del infierno. Estaban en casa.
CAPITULO 11
EL SERVICIO de habitaciones llevó el café y los cruasanes y, aunque Paula no quería comer ni beber, hizo ambas cosas para retrasar el momento de darle explicaciones a Pedro. El café era demasiado fuerte, y el cruasán no le sentó muy bien después del sándwich de beicon que había comido en casa de Mabel. Cuando terminó de comer, Pedro la miraba, esperando a que comenzara a hablar.
Paula tenía el corazón acelerado, y sabía que tenía que conseguir que él comprendiera por qué todo lo que ella había hecho desde el accidente estaba mal. Se aclaró la garganta y dijo:
–Durante las últimas semanas no he estado pensando con claridad –hizo una pausa–. Me he dado cuenta de que lo de pedirte el divorcio y todo eso ha sido porque tenía miedo de que no me quisieras, ahora que estoy desfigurada –se apresuró para continuar antes de que él dijera nada–. No es que alguna vez hayas dicho algo para hacerme pensar tal cosa. Sé que es un problema mío. Mabel, la mujer que he conocido hoy, me dijo que estaba permitiendo que el miedo gobernara mi vida, y tiene razón. Sé que lo que más aprecias es la belleza y la elegancia, en parte debido a tus orígenes y todo eso, y no hay nada de malo en ello. Y como ahora soy distinta... Y no podré volver a bailar...
–Cariño, tus piernas han sufrido una lesión grave. Sé que eso es muy difícil de asimilar, sobre todo porque bailar ha sido muy importante en tu vida, pero yo puedo ayudarte. Esto no significa que tengas que dejar de utilizar tu talento, solo tendrás que reorientarlo. Tengo un par de ideas sobre cómo hacerlo, pero eso puede esperar. Ahora lo más importante es que te convenza de que tu belleza y tu elegancia nunca han dependido de tu capacidad para el baile. Eres bella y elegante sin más. En cada palabra que dices, en tu forma de ser, en cada movimiento que haces. El camión no pudo arrebatarte esas cualidades, ¿no te das cuenta? Eres una chica dulce, generosa, incomparable... Mi amor.
A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas y, cuando él la estrechó entre sus brazos, rompió a llorar contra su pecho.
–¿Qué has dicho? –preguntó él al oír que murmuraba algo.
Paula se esforzó para hablar, y se secó las lágrimas con el pañuelo que él le dio.
–No veo cómo puedes pensar eso de mí. Es como si estuvieras hablando de otra persona.
–Entonces, tendrás que confiar en ello hasta que pueda convencerte –dijo él–. Y lo haré aunque me cueste toda una vida. Eres mía, Paula, igual que yo soy tuyo. Eres la única persona con la que podía haber terminado y si no nos hubiéramos conocido, yo habría seguido como estaba. Contento por un lado, a gusto conmigo mismo, pero con un gran potencial para amar que habría quedado intacto. He oído decir que en el mundo hay varias personas a las que uno podría amar, pero eso no ha pasado conmigo. Tú me has salvado. Es la única manera de verlo.
Ella sonrió y se sonó la nariz antes de retirarse el cabello del rostro. Después levantó una mano temblorosa y acarició a Pedro.
–Te quiero –le dijo–. Siempre te he querido y siempre te querré. Nunca habrá nadie aparte de ti en mi vida.
Pedro le cubrió la mano con la suya y sonrió también.
–Entonces no hay nada que no podamos superar.
Ella asintió y se relajó entre sus brazos. Sin embargo, era consciente de que seguía asustada por lo que sucedería después. Odiaba sentirse así, pero no podía evitarlo.
Él la beso de forma apasionada y la tomó en brazos para llevarla a su dormitorio. Paula lo besó también. Cuando se tumbaron en la cama, él la abrazó de nuevo y continuó besándola.
Ella suspiró de placer y arqueó el cuerpo contra el de él.
Pedro se separó de ella un instante para tomar aire. Le acarició el cabello y empezó a besarla otra vez, en las mejillas, los párpados, las cejas, y finalmente en la boca una vez más.
Pedro la besó durante largo rato sin dejar de acariciarla.
Cubrió sus pechos con la palma de la mano, y jugueteó con sus pezones turgentes por encima de la ropa.
Paula se percató de que él se había desnudado mientras la besaba. Después, Pedro le retiró el top y el sujetador y deslizó la boca hasta sus senos para devorárselos. Paula gimió cuando él comenzó a juguetear con la lengua sobre uno de sus pezones. Al cabo de unos instantes, se ocupó de hacer lo mismo con el otro.
–Exquisitos –murmuró Pedro–. Unos pezones rosados y preciosos. Sabes a azúcar y a rosas, dulce y aromática.
Quiero devorarte. No puedo saciarme de ti.
Continuó dándole placer con los labios y la lengua hasta que ella le clavó los dedos en sus hombros musculosos y murmuró algo incoherente. Le parecía imposible sentir tantas cosas a la vez, que su cuerpo pudiera albergar tantas emociones sin romperse en mil pedazos.
–Quiero besar cada centímetro de tu cuerpo –susurró él, besándola en los labios un instante.
Al ver que él le retiraba los pantalones y las bragas de encaje, ella se puso tensa. Al instante, Pedro estaba de nuevo abrazándola contra su pecho. El roce de su torso contra sus senos la hizo estremecer, pero la realidad había hecho que Paula se pusiera tensa entre sus brazos y ella no sabía cómo fingir. No se resistió a él, pero el latido de su corazón no tenía nada que ver con el deseo sexual, y sí con el pánico.
Pedro la besó una vez más antes de decirle:
–¿Pau? Mírame. Abre los ojos. Mírame, cariño.
No podía. Era ridículo, pero no podía abrirlos. Estaba atemorizada por lo que podía ver en la expresión de su rostro.
–Por favor, cariño –Pedro le acarició una ceja–. Mírame.
Despacio, ella abrió los ojos. Él estaba sonriendo. Era curioso porque nunca había imaginado esa posibilidad, pero debía haber sabido que Pedro la sorprendería.
–Lo peor ya ha pasado –dijo él–. Te has enfrentado a tus miedos y ahora continuamos adelante. No te creerás que, durante unos instantes, me has parecido más bella y deseable que nunca. Lo comprendo. Tus cicatrices no me parecen feas, cariño. Me recuerdan que soy el hombre más afortunado del mundo, porque estuve a punto de perderte y me libré de lo impensable. No podría haber vivido sin ti. Lo sé.
Paula se fijó en su rostro, en sus ojos negros, en el contorno de su boca y en la forma de su nariz. Buscó en cada uno de sus rasgos para ver si encontraba una pequeña muestra de disgusto, pero no la encontró. Era Pedro, el amor de su vida.
Ella tenía los puños cerrados contra el torso de Pedro, pero cuando él la besó de nuevo, los relajó. Él le agarró la melena y le echó la cabeza hacia atrás para besarla de forma apasionada. Con cada movimiento, ella notaba que el deseo que sentía se hacía más intenso. Lo había echado de menos. Tanto que para poder sobrevivir y no volverse loca
había tenido que bloquear sus recuerdos y no pensar en él.
Sin embargo, ya no había motivos para enfrentarse a la pasión, el deseo y el amor. Podía ceder ante los deseos más profundos.
Cerró los ojos, se acurrucó contra aquel cuerpo masculino y suspiró de placer mientras se dejaba llevar al paraíso.
CAPITULO 10
PUEDE que me equivoque, pero algo me dice que te sentaría bien una taza de té, cariño. Parece que estás helada.
Paula se volvió y vio una mujer menuda y rellenita sentada a su lado con un perrito a sus pies.
–¿Disculpe? –murmuró.
–He pasado por aquí hace un rato, ya que Billy tiene que salir todos los días aunque sea Navidad, y te he visto aquí sentada. Hace mucho frío para estar tanto tiempo sentada, ¿no crees? –la miró fijamente–. ¿Estás bien? Pareces cansada.
Paula trató de recuperar la compostura. Después de volver a la realidad, se había percatado de que estaba helada.
–Estoy bien, gracias –dijo tiritando.
–Siempre me tomo una taza de té al regresar a casa, y vivo justo ahí enfrente. ¿Por qué no vienes y entras un poco en calor antes de marcharte a casa?
–No... No, gracias –Paula forzó una sonrisa y se puso en pie, descubriendo que estaba tiesa como una tabla–. Eres muy amable, pero estoy perfectamente bien. Solo estaba descansando un poco.
–Lo siento, pero no parece que estés muy bien. Estás pálida como la nieve. Mira, me llamo Mabel, y no tengo nada que hacer hasta que venga mi hijo a recogernos para ir a comer a su casa. Tengo que matar el tiempo durante un par de horas y, si te digo la verdad, me vendría bien un poco de compañía. Normalmente no me importa estar sola, y Billy es muy buena compañía, pero el día de Navidad es diferente ¿verdad? Echo de menos a Arthur. Murió hace un par de años y todavía no me he acostumbrado. Llevábamos cincuenta años casados y habíamos sido novios desde pequeños. Eso todavía ocurría en mis tiempos, no como ahora.
Paula se humedeció los labios y, estaba a punto de rechazar la invitación de Mabel cunado vio la expresión de su mirada.
La soledad que reflejaban sus ojos conectó con algo en su interior y, de pronto, comenzó a decir:
–Si no es molestia, me encantaría tomar una taza de té. No me había dado cuenta del frío que tengo.
–Está bien, cariño –Mabel se puso en pie y estiró de la correa del perro–. No hay nada como una taza de té para solucionar las cosas, eso es lo que siempre digo. La taza que anima, como solía decir mi querido Arthur.
La cocina de la casa de Mabel estaba llena de fotos de la familia. También había una chimenea con una tetera de agua caliente, dos mecedoras y una mesa con cuatro sillas.
El ambiente era de tranquilidad y muy acogedor, y Paula se sentía como en casa.
–Siéntate, querida –Mabel señaló una de las mecedoras.
–Gracias –Paula se sentó, preguntándose cómo había terminado en casa de una desconocida el día de Navidad, mientras Pedro estaba durmiendo en la suite del hotel. Al menos, esperaba que estuviera durmiendo. Si no lo estaba, era demasiado tarde para preocuparse. Ella estaba en casa de Mabel.
–Aquí tienes –Mabel le pasó una taza de té y un pedazo de bizcocho casero–. Ahora, si no te importa que te pregunte, ¿qué hace una chica como tú sentada sola en un banco, el día de Navidad, con cara de preocupación?
Paula sonrió. Nadie acusaría a Mabel de no ir al grano.
Bebió un poco de té y dijo:
–No sé qué hacer. O qué camino tomar.
Mabel se sentó en la otra mecedora y sonrió.
–Un problema compartido se reduce a la mitad, eso es lo que siempre digo. ¿Por qué no me lo cuentas? –comió un poco de bizcocho y gesticuló para que Paula probara el suyo.
–Es una larga historia –dijo Paula.
–Entonces, más motivo para que hablemos de ello ahora mismo.
Una hora y varias tazas de té más tarde, Paula se preguntaba cómo diablos había podido contarle su vida entera a una desconocida. No solo eso, sino que se sentía más relajada en casa de Mabel de lo que se había sentido en años.
Mabel no la interrumpió mientras ella le hablaba sobre su infancia, su adolescencia, de cuando conoció a Pedro y del trauma del accidente. Simplemente la había escuchado.
–Entonces... –llevaban unos diez minutos en silencio o más, y Paula estaba medio dormida cuando Mabel comenzó a hablar–. ¿Qué vas a decir cuando regreses al hotel?
Paula miró a su nueva amiga.
–No lo sé. ¿Qué debo hacer?
–No puedo decírtelo, cariño, pero eso ya lo sabes tú. Eres la única que puede tomar la decisión. Solo tú sabes cómo te sientes.
Decepcionada, Paula se enderezó en la silla.
–No puedo quedarme con Pedro –dijo, mientras el dolor la corroía por dentro.
–¿No puedes o no lo harás? Hay una diferencia. Arthur y yo perdimos cinco bebés antes de tener a nuestro hijo. Después del quinto, yo dije que no podría pasar por ello otra vez. Arthur no discutió conmigo, ni siquiera cuando decidí que no podía quedarme aquí, en esta casa, con todos los recuerdos que evocaba. Yo quería comenzar de nuevo en un lugar lejano. Australia quizá. Allí tenía un hermano que había emigrado y le iba bastante bien. O Nueva Zelanda, quizá. En cualquier otro lugar menos este, con la habitación de arriba preparada para un bebé y con una cuna vacía durante años.
Paula escuchaba atentamente cada una de sus palabras.
–Así que empecé a hacer planes. Arthur era ingeniero y muy bueno en su sector, así que, habría encontrado trabajo en cualquier sitio. Mi hermano me envió información sobre algunas casas cercanas a donde él vivía, y un colega de Arthur nos había dicho que si algún día vendíamos nuestra casa él nos la compraría, o sea que ni siquiera teníamos problemas para venderla. Le dijimos el precio y a él le pareció bien. Arthur informó de que se iba en el trabajo, y todo estaba preparado para marcharnos a finales de mayo. El día veintiocho.
Incluso Arthur tenía un trabajo apalabrado en Australia, pero, de pronto, yo supe que algo no estaba bien. Yo quería irme, necesitaba irme, pero no lo sentía dentro de mí. Aquí –Mabel puso la mano sobre el corazón–. Estaba huyendo. Lo sabía, pero no quería admitirlo. Y tenía buenos motivos para querer un nuevo comienzo. Sentía que si me quedaba no podría soportar el futuro. Hacerme esperanzas y decepcionarme de nuevo cuando mi cuerpo me fallara otra vez.
Mabel se inclinó hacia delante y agarró la mano de Paula.
–Me sentía fracasada. Cada vez que ocurría sentía que había decepcionado a Arthur y que estaba afectando a nuestro matrimonio. Yo ya no era la chica con la que se había casado, ambos lo sabíamos, y aunque él me decía que me quería lo mismo, y que mientras me tuviera a mí no importaba si no llegaban los hijos, yo no lo veía del mismo modo. Incluso pensé en separarme de él. Arthur tenía tres hermanos y todos tenían familia. A él le encantaban los niños y era el tío preferido. Yo pensaba que si nos separábamos podría tener hijos con otra mujer.
Mabel negó con la cabeza.
–Estaba confusa. También dolida, y por eso trataba de ser fuerte.
–Como yo –susurró Paula, y Mabel le apretó la mano–. ¿Y qué pasó? ¿Llegasteis a marcharos a Australia?
–La madre de Arthur vino a verme una mañana a finales de abril. Nada más abrirle la puerta, rompí a llorar. Se quedó conmigo todo el día y no paramos de hablar. Yo había perdido a mi madre unos años atrás, y no era de las que compartía mis problemas con nadie, mucho menos algo tan íntimo. Ese día, ella me dijo algo muy sensato y fue decisivo para que cambiara de opinión.
–¿Qué te dijo?
–Que lo único que hay que temer es al miedo en sí. Al principio me decía que yo no tenía miedo, que no era así de simple. Es sorprendente cuántos motivos se pueden encontrar para justificarse a uno mismo. Por supuesto, ella tenía razón. Yo tenía miedo del futuro, de volver a intentarlo, de fallar, de que Arthur dejara de quererme... de un montón de cosas. Y el miedo tiene la capacidad de minar cualquier cimiento, de nublar el amor y la confianza. El miedo ciega.
–Entonces te quedaste –dijo Paula–. No te marchaste.
Mabel asintió.
–No fue un lecho de flores. Tuve que trabajármelo cada día. Las preocupaciones regresaban cada noche, pero poco a poco, fui viendo la luz del túnel, y cuando me quedé embarazada de nuevo meses más tarde, me convencí de que sería diferente y así fue. Mi hijo Jack tenía unos pulmones potentes capaces de despertar a los muertos y una sonrisa tan grande como el London Bridge.
Melody sonrió.
–Me alegro por ti, de veras, pero tus circunstancias eran diferentes a las mías.
Mabel le soltó la mano, pero no dejó de mirarla mientras le decía:
–Circunstancias diferentes puede, pero la misma causa. Por lo que me has dicho, Pedro no está dispuesto a cambiar de opinión acerca de ti por unas pocas cicatrices. Ni ahora, ni nunca. Y estás huyendo igual que intenté huir yo, aunque yo pensaba marcharme un poco más lejos, al otro lado del mundo. De todos modos, da igual la distancia. El miedo no se puede escapar. Uno se lo lleva allá donde vaya. Antes, cuando hablabas, te referías a ti como una bailarina, pero no es del todo cierto, cariño. Bailar es algo que hacías, pero no resume lo que tú eres. Estás formada por muchas cosas y, al parecer, por lo que te quiere tu marido es por el conjunto. Igual que Arthur me quería a mí.
Paula la miró y sintió ganas de llorar.
–Pedro dijo algo parecido, pero yo pensé que trataba de ser un buen marido y decir lo correcto para tranquilizarme.
–No hay nada de malo en ello, y no significa que no lo pensara. Yo aprendí que lo que no te rompe te hace más fuerte, como persona y como pareja. Te lo digo porque lo he comprobado. Los jóvenes de hoy habéis crecido teniendo de todo y cuando pasa algo la mitad no sabéis cómo enfrentaros a ello. Tú no eres así, y creo que Pedro tampoco.
Paula pensó en las últimas veinticuatro horas y en las miles de maneras que Pedro le había demostrado que la quería y tuvo que secarse una lágrima de la mejilla.
–Él no ha visto el aspecto que tengo ahora –susurró–. Y hay tantas mujeres ahí fuera dispuestas a lanzarse a sus brazos.
–Ya está hablando tu miedo otra vez –Mabel le dio un golpecito en la mano–. Voy a preparar otra taza de té y un buen sándwich de beicon antes de que te vayas. Arthur y yo solíamos empezar el día así, pero desde que murió he perdido la costumbre... Y Paula... no esperes cruzar todos los puentes de un solo salto. Tendrás días buenos y días malos, pero lo superarás, igual que lo superé yo. Me da la sensación de que Pedro te necesita tanto como tú a él, ¿has pensado en ello? Todas las mujeres que dices están dispuestas a lanzarse a sus brazos estaban antes de que os conocierais, y él no se enamoró de ninguna de ellas ¿verdad? Confía en él. Ten fe. El día de Navidad es un buen día para empezar, ¿no crees?
Paula asintió, medio convencida. De pronto, se percató de que necesitaba ver a Pedro otra vez y mirarlo a los ojos cuando él le dijera que la amaba. Ni siquiera eso sería suficiente. Él debía verla tal y como era después del accidente y, entonces, ella lo sabría. Lo quería tanto que sería capaz de notar cómo se sentía con una esposa lisiada.
Miró el reloj y se sorprendió al ver cómo había pasado el tiempo. Eran las nueve en punto. Pedro estaría despierto y preguntándose dónde estaba ella. Debía regresar al hotel.
Se comió el sándwich rápidamente. Deseaba marcharse, pero no quería ofender a Mabel y, antes de salir, le dio un abrazo a la mujer.
Afuera seguía haciendo mucho frío y la ciudad ya estaba completamente despierta. Paula estaba a mitad de camino del hotel cuando vio a Pedro en la distancia. A pesar de estar tan lejos, podía ver que estaba enfadado. Furioso. Ella se detuvo con el corazón acelerado, esperando a que se acercara. Él no la había visto todavía y ella no sabía si saludarlo con la mano o no.
En el pasado siempre había tratado de no disgustarlo. Nunca le habían gustado los enfrentamientos de ningún tipo y siempre había necesitado la aprobación de los demás.
Incuso a veces, para conseguirla había ocultado sus opiniones y sus deseos. De algún modo, el accidente había cambiado todo eso y ella no quería volver a ser como había sido, así que, enderezó la espalda y alzó la barbilla.
Pedro la vio enseguida y ella notó que suspiraba aliviado.
Comenzó a caminar hacia él, sin saber qué pasaría cuando se encontraran. Desde luego no esperaba aquella voz inexpresiva que oyó cuando él la agarró del brazo y le dijo:
–Regresemos al hotel –Pedro acompasó su paso al de ella, pero fue la única concesión que hizo mientras se abrían paso entre las calles nevadas.
Paula lo miró de reojo y se fijó en la tensión de su boca.
Estaba enfadado, pero también preocupado. Igual que habría estado ella si la situación hubiera sido al revés.
–Lo siento –le dijo–. Salí a dar un paseo para pensar. No era mi intención tardar tanto.
–Cuatro horas en total, según dijo la recepcionista que te vio salir –repuso Pedro.
Paula hizo una mueca. Habría preferido que él gritara y no que hablara con ese tono tan controlado.
–¿Y no se te ocurrió llamarme para decirme que estabas bien? –continuó él–. ¿O encender tu móvil para que pudiera contactar contigo? Pero ¿para qué? Estás inmersa en tu mundo, ¿no? Y yo simplemente soy tu marido.
Paula se mordió el labio para evitar defenderse. Él tenía derecho a estar enfadado.
–Estaba bien.
–¿Y yo cómo iba a saberlo? ¿Por telepatía? No tenía ni idea de dónde estabas, y después me enteré de que te habías marchado hacía un par de horas. He recorrido las calles
buscándote y tratando de no pensar en que el río es muy profundo y que el agua está helada.
–No pensarías... –se calló, asombrada de que él pudiera imaginarla capaz de terminar con su vida–. No te habrás imaginado...
–No sabía qué pensar, Paula.
El hecho de que la llamara por su nombre indicaba que realmente estaba enfadado, eso y la dureza de sus rasgos.
–No puedo llegar a ti ¿no? Ese es el problema –se quejó él–. Me has apartado de tu vida más de lo que habría imaginado. Ya no hay espacio para mí. No somos una pareja. Quizá nunca lo fuimos. Quizá todo lo que creía que teníamos no era más que una ilusión.
Ella no sabía qué decir. Era evidente que le había hecho mucho daño, pero si Pedro tenía poder sobre ella cuando se mostraba seguro de sí mismo y exigente, cuando se mostraba vulnerable y herido era mucho peor.
–Yo... Creía que iba a regresar antes de que despertaras –dijo ella–. Y no esperaba estar fuera tanto tiempo. Conocí a una mujer con un perro y estuvimos charlando un rato.
–¿De veras? ¿Y esa señora y su perro eran tan interesantes como para olvidarte de que tenías un marido que podía estar más que preocupado porque habías desaparecido en mitad de la noche?
–No puedo hablar contigo cuando te pones así.
–¿No puedes hablar conmigo? –soltó una carcajada–. No tienes precio ¿lo sabes? Solo tú podrías decir tal cosa.
Paula consiguió contener las lágrimas. Era una ironía que justo cuando ella empezaba a pensar que podían tener una oportunidad, él decidiera que habían terminado. No podía culparlo. Se había comportado como una loca durante los meses anteriores y no podía prometerle que ya no tenía miedo del futuro. Él no tenía por qué soportar aquello.
Cuando llegaron al hotel le dolían las piernas a causa del exceso de ejercicio, pero no pensaba quejarse. Nada más entrar en la recepción, Paula vio que la familia japonesa salía del comedor. Las niñas llevaban una muñeca en la mano y no paraban de hablar entre ellas. La madre sonrió a Paula al verla.
–Como ves, Papá Noel ha pasado por aquí esta noche –dijo ella–. Y los renos se han comido todas las zanahorias.
–¡Qué bien! –Paula se detuvo y admiró las muñecas de las niñas antes de decir–. ¿Habéis visto la familia de muñecos de nieve que ha aparecido por la noche? Creo que también la ha traído Papá Noel.
–Uy, sí, estaban encantadas –mientras el padre avanzaba con las niñas, la madre se volvió y añadió en voz baja–. Alguien ha estado muy ocupado esta noche.
Las dos mujeres intercambiaron una sonrisa antes de que Pedro y Paula se dirigieran al ascensor. Cuando se abrieron las puertas, Pedro dijo:
–¿Cómo es posible que una desconocida consiga una de tus sonrisas?
–¿Perdona? –preguntó ella sorprendida.
–No importa –apretó el botón del ascensor y miró al suelo.
–Pedro, por favor, deja que te lo explique. ¿Podemos hablar?
–Espera –la miró a los ojos–. Espera a que estemos en la habitación.
Nada más entrar en la suite, Pedro cerró la puerta y le preguntó:
–¿Hay otra persona?
–¿Qué? –ella lo miró alucinada.
–¿Has conocido a otro?
–¿Yo? Por supuesto que no. ¿Cómo iba a conocer a otra persona si he estado en el hospital durante tres meses? Solo he visto médicos y otros pacientes.
–Cosas más extrañas han sucedido.
–Pues a mí no –trató de mantener la calma y no mostrar la rabia que se apoderaba de ella–. Y me molesta que lo preguntes.
Él se relajó de pronto.
–Lo siento, pero tenía que preguntártelo. Eso habría explicado muchas cosas... Por ejemplo, por qué te has marchado esta mañana durante unas horas y tenías el teléfono apagado.
–No ha sido así –protestó ella.
–Ha sido exactamente así.
Ella vio que Pedro suspiraba y se percató de que se estaba esforzando para mantener el autocontrol. Pedro deseaba gritarle, sin embargo, respiró hondo un par de veces más.
–Lo que quería decir es que no es que no quisiera llamarte a propósito –dijo Paula–: Simplemente no lo pensé.
–Estupendo. Tengo tan poca importancia para ti que ni siquiera te acuerdas de mí.
–Deja de comportarte así. Odio cuando te pones así.
–¿Cómo? ¿Como si estuviera enfadado, dolido o asustado? ¿Cuando me paso despierto toda la noche tratando de convertir una situación imposible en otra posible, consciente de que como te quiero eres tú quien tiene todas las cartas? Mi vida se está desintegrando. Yo me estoy volviendo loco y soy incapaz de concentrarme en nada, aparte de en nosotros, pero no debo demostrártelo, ¿no es eso? Pues lo creas o no, soy humano.
Paula sintió que se le detenía el corazón. Pedro era un magnate de los negocios y nunca permitía que nada interfiriera en su trabajo. Ella nunca había pensado en cómo le había afectado el accidente porque había estado demasiado centrada en su propio dolor y sufrimiento, pero era evidente que él estaba sufriendo tanto como ella.
Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.
¿Cómo era posible que no se hubiera percatado de que él también lo estaba pasando muy mal?
Porque había estado inmersa en su propia batalla por sobrevivir. Y Mabel tenía razón. El miedo gobernaba su vida.
En algún momento había permitido que se hiciera con el control y, desde entonces, influía en cada una de sus decisiones.
Le había hecho mucho daño a Pedro. Lo había apartado de su vida cuando él la necesitaba tanto como ella a él. Incluso le había prohibido que fuera a verla al hospital.
Él le había contado que por las noches se había quedado en el aparcamiento del hospital para estar cerca de ella. ¿Cómo no se había dado cuenta de que él también estaba pidiendo ayuda? ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?
Paula lo miró. No se había afeitado. Además había perdido peso durante los últimos meses. Estaba más sexy y atractivo que nunca. Lo amaba más que a su propia vida y, sin embargo, lo había estropeado todo por culpa de su estupidez.
Respiró hondo y dijo:
–Lo siento. Lo he hecho todo mal y no me extraña que te hayas hartado de mí. O que me odies.
–¿Odiarte? ¡Te quiero! –gritó Pedro–. Te quiero tanto que me estoy volviendo loco. ¿Qué es lo que quieres de mí? Dímelo, porque me gustaría saberlo. Dímelo y haré lo que sea.
Unas horas antes ella no habría podido contestar con sinceridad, y menos cuando él la miraba con tanta intensidad.
–Quiero que sigas queriéndome porque yo te quiero y no podría vivir sin ti –nada más decirlo, el miedo se apoderó de ella.
Pedro permaneció quieto unos instantes y, después, suspiró y todo su cuerpo se relajó.
–Ven aquí –abrió los brazos–. Tenemos que hablar. Yo tengo que comprender lo que pasa, y tú has de contármelo, pero primero tengo que abrazarte para creer que estás aquí y no en el fondo del Támesis o en brazos de otro hombre.
La abrazó sin hablar durante largo rato y ella lo rodeó por la cintura. Era el momento de la verdad, porque su conversación solo podía terminar de una manera y, cuando terminaran de hacer el amor, él vería sus cicatrices. Ambos lo sabían, aunque la idea aterraba a Paula.
–De acuerdo –él se retiró una pizca y la llevó hasta el sofá–. Voy a llamar al servicio de habitaciones antes que nada. ¿Qué te apetece comer o beber?
–Nada.
Pedro descolgó el teléfono y pidió café y cruasanes para dos. Después se sentó junto a ella–. Cuéntame dónde has estado esta mañana –le pidió Pedro–. Después me contarás por qué.
–Me di un paseo y me senté en un banco. Entonces, una mujer se acercó a hablar conmigo y me invitó a una taza de té en su casa. Era muy amable...
–Entonces, se lo agradezco –comentó él.
–Me contó su vida, como había perdido varios bebés antes de tener a su hijo. El tiempo voló. No me di cuenta. Creo que ella se sentía sola.
Él asintió.
–¿Entiendo que tú también le contaste nuestros problemas?
Paula asintió.
–Esto no es una crítica, solo una observación –dijo Pedro–. Te has pasado horas hablando con una desconocida sobre tus sentimientos, pero ¿no eres capaz de compartirlos conmigo?
–No he pasado horas con ella. Dos como mucho. Y he hablado contigo acerca de todo.
–No, Pau. Me has hablado a mí. Me has dado una lista de razones de por qué crees que quedarte a mi lado es imposible y, por cierto, no me he creído ninguna. De hecho no se te ha ocurrido ninguna razón para que nos separemos porque no la hay. Desde el primer día sabíamos que íbamos a estar juntos. Te lo he dicho mil veces, pero nunca me creíste. Ni siquiera después de dos años de matrimonio.
–Deseaba que fuera verdad. De veras.
–Pero nunca lo creíste, por mucho que te dijera o hiciera.
Ella no podía negarlo.
–Supongo que por algún motivo no podía creer que alguien como tú quisiera estar con alguien como yo para siempre.
Pedro le sujetó el rostro y la miró con sus ojos negros.
–¿A qué te refieres con alguien como yo? Eres bella, exquisita, única... Y lo más impresionante es que eres encantadora por dentro y por fuera. La primera vez que te vi, cuando llegaste tarde a la audición, te deseé físicamente. Bailaste como si los huesos de tu cuerpo fueran líquidos, fluyendo con la música, y fue lo más erótico que había visto nunca. Después te quedaste en medio del escenario y no te dejaste intimidar ni por mí, ni por mis preguntas. Entonces, te oí hablar con las otras chicas y me enteré de que habías llegado tarde porque te había dado pena una mujer que estaba destrozada por la muerte de su gato. Esas chicas no podían comprenderlo. Ninguna de ellas habría hecho lo mismo. Yo no podía comprenderlo. Eras un enigma. Me costaba creer que fueras real.
–¿Yo?
–Tu gran corazón es algo que me deja indefenso, amor mío –murmuró Pedro–. Hace que me derrita, que quiera ser un hombre mejor de lo que soy para creer que el bien puede triunfar sobre el mal, y que Papá Noel existe de verdad y que la felicidad eterna también –sonrió–. No me mires así, ¿No sabes lo mucho que te adoro?
«No, no, no tenía ni idea».
–Por supuesto que lo sé.
–Mentirosa –dijo con cariño–. Querida, penetraste mi corazón como un cuchillo penetra en la mantequilla templada. No voy a negarte que no haya habido veces en las que me he sentido frustrado por no poder hacer lo mismo contigo, pero soy un hombre paciente.
¿Paciente? Pedro tenía muchas cualidades, pero esa no era una de ellas. Y sí le había robado el corazón. Desde siempre.
La expresión de su rostro debía de reflejar sus pensamientos porque Pedro sonrió otra vez y dijo:
–Al menos, algo paciente... Contigo –la besó en la boca, en la nariz y en la frente antes de retirarse para mirarla con detenimiento–. Ahora cuéntame por qué me prohibiste que fuera a visitarte al hospital y por qué tu abogado le ha dicho al mío que quieres el divorcio –dijo él en un tono neutral–. Y por qué, después de que hiciéramos el amor dos veces, todavía necesitabas escapar y poner distancia entre nosotros.
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