viernes, 25 de diciembre de 2015
CAPITULO 9
BEBIERON el café en silencio, comiendo galletas de forma automática. Paula no quería hablar y empezar a discutir otra vez. No había nada más que decir. Estaba muy cansada, anímicamente. Había pasado semanas repasando los argumentos de ambos, mientras estaba sola en la cama del hospital. No había nada nuevo que Pedro pudiera decir que ella no hubiera pensado ya. Lo había razonado todo.
–Vamos a hacer un muñeco de nieve.
Paula lo miró asombrada.
–¿Qué?
–Un muñeco de nieve –señaló hacia la ventana–. El hotel tiene un pequeño patio que se ve desde el restaurante. Hay un árbol y unos arbustos en él. Podríamos hacer un muñeco de nieve –sonrió–. Vivamos peligrosamente. ¿Qué dices?
–No podemos –ella negó con la cabeza–. Todo el mundo duerme. Y probablemente el patio esté cerrado. No nos permitirán hacerlo.
–Habrá alguien en la recepción –tiró de ella para que se pusiera en pie–. Me apetece salir a tomar aire fresco.
–Pensarán que estamos locos.
–Tienen derecho a opinar así –inclinó la cabeza y la besó de nuevo–. Vístete con algo calentito... ¿A menos que estés muy cansada?
«Se refiere a si me duelen las piernas», pensó Paula. Y le dolían un poco, pero nada parecido a cómo le habían dolido en el hospital, cuando no tenía nada más en qué pensar excepto en cómo se sentía.
–No, no estoy cansada.
–Entonces, vamos. Construiremos nuestro propio muñeco para la posteridad.
–Odio recordártelo, pero se derretirá dentro de unos días.
–Ah, pero el recuerdo permanecerá –dijo él, y cada uno se dirigió hacia su dormitorio–. Y yo soy de los que creen que los muñecos de nieve cobran vida cuando están a solas. Él aprovechará al máximo su estancia aquí.
–Estás loco –dijo ella riéndose–. Completamente loco. Lo sabes, ¿verdad?
–No, solo agradecido –dijo muy serio–. Hace unos meses me estaban diciendo que me preparara para lo peor, el día que ingresaste en el hospital. Ese tipo de experiencia hace que uno decida lo que realmente es importante en la vida y lo que no. Uno cree que tiene todo bajo control, que el futuro está predeterminado y, de pronto, uno se da cuenta de que puede cambiar en cualquier momento. Los seres humanos somos muy frágiles. Nos rompemos con facilidad.
–Sobre todo si chocamos con un camión –comentó Paula–. Era mejor antiguamente, cuando se iba en carro y a caballo. Al fin y al cabo, que te pisara una rueda no era tan malo.
–Supongo –dijo él, con brillo en la mirada–. Aunque de pequeño un caballo me dio una coz y no fue muy agradable. Tuve un gran moretón durante semanas.
Había tantas cosas que Paula no sabía de él... No sabía por qué, de pronto, le parecía tan importante que no supiera nada acerca de aquel incidente de la infancia. Se volvió, entró en su dormitorio y se vistió rápidamente con varias capas de ropa, un abrigo, un gorro y una bufanda de lana.
Estaba segura de que los empleados del hotel pensarían que estaban locos, pero aquello compensaba las noches de hospital que había pasado despierta mientras el resto del mundo dormía. Todo parecía tan negro y deprimente cuando se estaba despierto y con dolor.
¿Quizá había pensado demasiado? ¿Y cómo iba a no pensar si no se podía dormir? Se había negado a tomarse pastillas para dormir, ya había tomado bastante medicación durante los primeros días del accidente, tanto, que no recordaba nada.
«Deja de pensar», se regañó, y recordó lo que solía decirle una de las enfermeras. Hay que fluir, y esa noche fluir significaba comportarse como unos niños.
Pedro la estaba esperando cuando salió de la habitación y, una vez en el ascensor, la besó en la punta de la nariz.
–Con ese gorro parece que tengas diez años –dijo él.
Ella sonrió. Pedro tenía un aspecto estupendo.
–¿Y eso es bueno o malo? –preguntó ella, buscando un cumplido.
–Bueno, por supuesto. Si te soy sincero, esperaba que cambiaras de opinión acerca del muñeco de nieve –sonrió–. Pensé que no te atreverías a enfrentarte a los empleados del hotel, como eres experta en pasar desapercibida.
Era posible que fuera otro fantasma de la infancia. Su abuela siempre había sido de las que consideraba que los niños debían ser vistos, pero no oídos. Y en parte, lo que en un principio le resultó atractivo de Pedro fue su firme negativa a aceptar los límites, tanto externos como propios.
–La vida no es un cuenco de caramelos, por mucho que lo digan en esa canción –le había dicho él en una ocasión–. La vida es lo que uno quiere que sea, y para ganar a veces hay que agarrarla por el cuello y obligarla a obedecer. Hacerse el muerto no lleva a ningún sitio.
Ella no estaba segura de si había estado de acuerdo con él entonces, pero esa noche sí lo estaba.
–No se puede comparar con escalar el Everest o con viajar por el Amazonas, ¿no? ¡Un muñeco de nieve!
–Todo es relativo –contestó él–. Un muñeco de nieve podría ser como el Everest para otra persona.
Se abrieron las puertas del ascensor y ellos se acercaron al mostrador de recepción donde estaban sentados un conserje y una recepcionista.
Ambos los miraron sorprendidos.
–¿Puedo ayudarlo en algo, señor? –preguntó la recepcionista.
Pedro sonrió.
–Queremos hacer un muñeco de nieve –dijo el–. En el patio. Supongo que no hay problema.
La recepcionista pestañeó, pero se recuperó inmediatamente. Sabía quién era Pedro Alfonso y había causado bastante revuelo el hecho de que se hospedara en el hotel con su esposa, la pobre mujer que había estado a punto de morir tres meses antes en un terrible accidente. El director del hotel había dejado claro que les ofrecieran cualquier cosa que el señor y la señora Alfonso necesitaran.
–Por supuesto, señor. Michael les abrirá la puerta del patio. ¿Necesita algo para construir el muñeco de nieve?
Pedro se quedó pensativo unos instantes.
–Un gorro y una bufanda. ¿Y quizá una zanahoria y algo para sus ojos? Ya sabe, ese tipo de cosas. Ah, y algo que valga para los botones.
El recepcionista asintió y Paula tuvo que morderse el labio para no reírse. La chica tendría una buena historia para contar a sus compañeras. El excéntrico millonario en su máximo esplendor. Ella podría contarlo durante años en las cenas con amigas.
Cuando el tal Michael los acompañó al patio, había dejado de nevar. La noche era muy fría y la mayoría de las ventanas que daban al patio estaban sin luz.
–Iré a buscar los artículos que necesita, señor –dijo el conserje–. En objetos perdidos encontraré el gorro y la bufanda. Y para que sea políticamente correcto, me veo obligado a preguntar, ¿van a hacer un muñeco o una muñeca?
–Creo que haremos uno de cada. ¿Qué le parece?
–Muy sensato, he de decir.
Cuando el hombre se marchó, Paula miró a Pedro.
–Piensan que somos unos excéntricos, lo sabes, ¿verdad?
Él sonrió y dijo:
–Prefiero que lo llamen personalidad, ¿y por qué no vamos a disfrutar de la nieve? Hemos pasado montones de inviernos en los que no ha parado de llover. Esto es... –miró hacia el cielo y vio el árbol cubierto de nieve–. Esto es especial. Una noche entre un millón, ¿no crees?
Él tenía razón. Era una noche especial. Paula se colocó los guantes por encima del abrigo.
–Vamos a empezar –sugirió ella, confiando en que él no se hubiera dado cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
Enseguida se pusieron manos a la obra, y ella no recordaba haberse reído tanto en años. El conserje regresó con las cosas que le habían pedido y se quedó un rato para ayudarlos. Les contó que tenía una esposa, ocho hijos y veinticuatro nietos, y que todas las navidades se reunía toda la familia para comer.
–Es un caos, pero mi mujer es absolutamente feliz cuando todos los hijos y los nietos vienen a vernos. Algunas mujeres son así, ¿verdad? Madres por naturaleza.
Paula sonrió y asintió, pero sus palabras le tocaron la fibra sensible. Antes del accidente pensaba que algún día tendría hijos con Pedro, pero después había tenido que borrarlo de su mente. Traer un hijo al mundo era un acto de gran responsabilidad y tanto el padre como la madre debían de estar preparados para ello, porque si no la relación de la pareja podía tener muchos problemas.
Como había sucedido con sus padres. Su padre se había marchado sin conocer a su hija, abandonando a su madre porque no era lo bastante maduro como para ser padre y esposo. Y ella sabía que su abuelo había culpado a su abuela por estará demasiado atada a su hija y rechazarlo a él. Su abuela se lo había contado.
Paula dejó lo que estaba haciendo y miró a Pedro. Por supuesto, deseaba seguir teniendo un hijo con él.
–¿Qué pasa? –Pedro estaba haciendo la cabeza del muñeco y se paró para mirarla?–. ¿Qué ocurre?
Paula forzó una sonrisa.
–Nada. Estaba pensando en lo que dirán las niñas que vimos antes cuando vean la pareja de muñecos de nieve por la mañana. Quizá deberíamos hacer dos pequeños también. Les gustará. Una familia de muñecos, como la de ellas.
Pedro entornó los ojos, un gesto que hacía cuando sabía que ella estaba mintiendo, pero como Michael estaba delante no insistió en el tema. El conserje se marchó para buscar un chocolate caliente y, después de dos horas y varias tazas de chocolate Pedro y Paula consiguieron terminar la familia de nieve.
La recepcionista se acercó para ver los muñecos y sonrió:
–Son muy bonitos –dijo ella, conteniendo un bostezo–. Sobre todo los hijos. Una pena que no duren para siempre.
Pedro sonrió.
–Gracias por proporcionarnos los accesorios –Pedro se volvió hacia Michael, que había vuelto a salir–. Espero que no lo hayamos distraído de otros quehaceres más importantes.
El conserje sonrió.
–¿Qué puede ser más importante que una familia en Navidad? ¡Aunque sea de nieve! –dijo él–. Feliz Navidad para ustedes también, señores.
Los empleados regresaron al hotel y ellos se quedaron observando su obra unos instantes.
–Ha sido muy profundo –dijo Pedro–. Creo que Michael tiene mucho fondo –la agarró del brazo–. Vamos dentro.
Paula no quería que aquello acabara. Era el día de Navidad y al día siguiente, saldría para siempre de la vida de Pedro.
La ruptura tendría que ser definitiva. No podrían quedar para comer, ni cenar, como hacían parejas separadas que quedaban como buenos amigos.
Pedro era irresistible. Al menos, para ella. Estar a su lado implicaba desearlo en todos los aspectos posibles, así que, la única opción era evitar la tentación de una vez por todas.
Era sencillo.
En cuanto entraron en el hotel, ella se estremeció, pero no fue tanto por el cambio de temperatura como por lo que pasaba por su cabeza. La noche terminaría pronto.
–Tienes frío –dijo Pedro con preocupación–. Hemos estado fuera demasiado tiempo. No lo he pensado. Te prepararé un baño cuando lleguemos a la suite. Tienes que entrar en calor.
–No, estoy bien –¿cómo podía decirle al hombre que amaba de todo corazón que iba a marcharse? Quizá lo mejor era no decírselo. Quizá lo mejor era desaparecer cuando tuviera la oportunidad. Eso evitaría el trauma de una despedida definitiva.
«Cobarde». Oyó que la acusaba una vocecita y no podía discutirlo. Era una cobarde. Si no lo fuera, aceptaría el reto de quedarse para ver qué sucedía.
Llegaron al ascensor y en cuanto se cerraron las puertas, Pedro la abrazó por la cintura.
–Ambos estamos helados –murmuró–. ¿Qué tal si nos damos una ducha juntos, como en los viejos tiempos?
Paula notó que su corazón se detenía un instante y que después latía de forma acelerada, pero entretanto vio una cosa clara. No podía ocultarlo más. Tenía que suceder para que él pudiera aceptar lo que ella había intentado decirle. Pedro debía verla tal y como era. Con cicatrices y todo. Ella había tenido la idea romántica de separarse de él dejándolo con la imagen de quien había sido, pero Pedro nunca permitiría que se marchara si no se desnudaba del todo. Literalmente. Aquello era necesario, fundamental. «Por favor, solo pido no tener que ver su cara cuando me mire», pensó en silencio. Creía que no sería capaz de soportarlo.
Ella inclinó la cabeza y apoyó la frente sobre su chaqueta mojada.
–¿En tu habitación o en la mía? –susurró.
–Tú eliges –dijo él, abrazándola con fuerza.
–En la tuya –de ese modo podría marcharse a su dormitorio cuando quisiera. Una escapatoria.
Pedro la besó de forma apasionada y cuando se abrieron las puertas del ascensor y entraron en el salón le dijo.
–Vamos a quitarte la ropa mojada –dijo él, y la ayudó a quitarse el abrigo, el gorro, la bufanda y los guantes antes de quitarse su ropa. Después, la agarró de la mano y la guio hasta su habitación sin hablar.
Una vez allí, se dirigió al baño y abrió el agua de la ducha.
Cuando regresó a la habitación Paula estaba de pie en el mismo sitio donde la había dejado, con las piernas paralizadas por el miedo y la vergüenza que le generaba la idea de desnudarse.
–Ahora vamos a ocuparnos de que entres en calor –Pedro se desnudó delante de ella y regresó al baño–. Ven conmigo cuando estés preparada. Me aseguraré de que el agua no esté demasiado caliente.
Ella permaneció quieta durante un momento y después comenzó a desnudarse rápidamente. La habitación estaba iluminada únicamente por una lamparilla, pero el baño tenía más luz.
«Adelante. Hazlo», se dijo, antes de dirigirse a la ducha.
Pedro estaba de espaldas a ella y había mucho vapor.
Cuando ella entró en la ducha, él se volvió y la abrazó.
–Aclimátate unos instantes –le dijo mientras le masajeaba la espalda–. Pronto te calentarás, lo prometo. Estás helada.
Pedro agarró la botella de gel y se puso un poco en la mano antes de enjabonarle el cuerpo.
–¿Te gusta? –le susurró al oído.
Ella estaba tan tensa que no pudo ni contestar. Él la volvió y le enjabonó los pechos, acariciándoselos despacio para excitarla. Al instante, los pezones se le pusieron turgentes y ella tuvo que morderse el labio inferior para no gemir.
–Eres deliciosa –murmuró Pedro, besándola en los párpados, la nariz y los labios–. ¿Has entrado en calor?
Paula asintió. No pudo evitar recordar las veces que se habían duchado juntos... Una época de amor y diversión.
Mirándola a los ojos, Pedro le acarició el vientre y el trasero, atrayéndola hacia su miembro erecto con sensualidad. Ella sabía que él debía de haber notado las cicatrices en la base de su espalda, pero él no se detuvo antes de deslizar los dedos hasta su entrepierna.
Paula comenzó a relajarse, el agua caliente y las caricias de Pedro le proporcionaban tanto placer que calmaban el temor que sentía. Las peores cicatrices las tenía en los muslos, y tal y como estaban él no podría verlas. Eso era lo importante. Ya llegaría el momento.
Ella agarró la botella de gel y susurró:
–Es mi turno –dijo deseando acariciar su cuerpo desnudo.
–Por supuesto –dijo él, con la respiración acelerada y su miembro erecto.
Paula comenzó a enjabonarle su torso musculoso y continuó acariciándole los pezones despacio, disfrutando del tacto de su piel. Cuando deslizó las manos más abajo, él tensó los músculos del vientre. Encontró su miembro y lo rodeó con los dedos.
–Cielos, Paula–murmuró él.
–No he terminado –protestó ella, deseándolo tanto como él la deseaba a ella.
–Cariño, te agradezco que creas que soy muy bueno manteniendo el control, pero créeme, conozco mis limitaciones.
Pedro habló con voz temblorosa, estiró el brazo y cerró el grifo. Agarró dos toallas del toallero y cubrió a Paula con una de ellas antes de enrollarse la otra a la cintura.
La guio hasta el dormitorio y la tomó entre sus brazos para besarla de forma apasionada. Cuando se tumbaron en la cama, las toallas cayeron al suelo. Todavía tenían el cuerpo mojado, pero nada importaba aparte de la necesidad de saciar el intenso deseo que los invadía.
Pedro la acarició como si no consiguiera saciarse, y la besó en el cuello, en los senos, en los pezones y en el vientre.
Cuando la penetró, sus cuerpos empezaron a moverse al mismo ritmo hasta que con el último empujón Pedro consiguió que ambos alcanzaran el éxtasis y experimentaran un intenso placer. Paula se abrazó a él con fuerza, consciente de que sería la última vez que estarían así y deseando que no terminara.
–Te quiero –él se movió una pizca y, sin dejar de abrazarla, la colocó a su lado y estiró del edredón para cubrir sus cuerpos.
–Yo también te quiero –dijo ella con sinceridad, pero sabiendo que iba a perderlo–. Mucho. Recuérdalo siempre.
Pedro se quedó dormido enseguida, pero Paula, aunque estaba agotada, no consiguió dormirse. Permaneció entre sus brazos, disfrutando de su cercanía mientras sus pensamientos la torturaban. Habían hecho el amor por segunda vez y él todavía no había visto lo que el camión le había hecho al cuerpo que él tanto había adorado. Ella había pensado que ya había llegado el momento, y aunque se había sentido aterrorizada, también se había sentido aliviada. Sin embargo, había tenido una segunda tregua.
Paula se estremeció y, entre sueños, Pedro la abrazó con más fuerza. Al cabo de un rato, ella consiguió liberarse de sus brazos y salió de la cama. En la habitación del hotel hacía calor y ya casi se le había secado el cabello del todo, pero Paula se estremeció de nuevo.
En silencio, se dirigió a su dormitorio después de recoger su ropa. Una vez allí se puso unos pantalones y un top, se cepilló el cabello y se hizo una coleta. Después, se acercó para mirar por la ventana.
Eran las cinco de la mañana del día de Navidad. Poco tiempo después los niños de todo el país se despertarían para ver lo que les había dejado Papá Noel y las familias se reunirían para comer. Las madres cocinarían y los padres servirían los aperitivos y las bebidas. Después llegarían los abuelos con un regalo súper especial y los niños creerían que Papá Noel se había olvidado de dejárselo.
Era un día de ajetreo y diversión, de comer y beber en exceso, de jugar y ver la televisión. Sin embargo, ella nunca lo había experimentado. Su abuela había sido de la vieja escuela. En un calcetín colgado de la chimenea Paula encontraba una naranja, un poco de dinero y un juguete pequeño. Por lo demás, el día de Navidad era un día normal, excepto porque tomaban pavo para comer y pastel de Navidad de postre. Pasaban el día solas, y aunque su abuela debía de recibir tarjetas de felicitación, ella no recordaba haber visto ninguna. Por supuesto no ponían árbol ni decoraciones. Después de que su abuela muriera, alguna amiga la había invitado a su casa a pasar el día de Navidad, y Paula se había quedado sorprendida por la emoción con la que aquellas familias vivían ese día. Para ella había sido una revelación acerca de cómo podía ser el día de Navidad.
«¿Y por qué estoy pensando en todo esto?», se preguntó mientras miraba lo tejados nevados de los edificios. El pasado era pasado y no servía de nada recrearse en él. Su abuela lo había hecho lo mejor posible y ella siempre había sabido que la quería a su manera. Había sido afortunada en comparación con otras personas. O con Pedro, por ejemplo.
Se movió inquieta, consciente de por qué sus pensamientos habían ido por esos derroteros. En el fondo siempre había sabido que Pedro era su oportunidad de experimentar lo que otra gente consideraba vida familiar normal. Una parte de ella había confiado en que ellos pudieran crear un pequeño mundo dentro del mundo real, un lugar donde sus hijos pudieran nacer siendo queridos y estando protegidos, donde pudieran recibir todo aquello que ambos habían echado de menos durante su infancia. Ella había confiado en ello, pero nunca había estado convencida.
«Y nunca pensé que fuera lo bastante buena para él». Así que nunca se había comprometido realmente, y siempre había intentado aproximarse a la inalcanzable perfección, y aunque él se hubiera casado con ella y la quisiera ella nunca se había considerado la persona más adecuada para él.
Quizá si hubiese conocido a su padre o a su madre habría sido diferente. Siempre había sentido que le faltaba saber muchas cosas del pasado, y su abuela nunca estaba dispuesta a hablar de ello. Incluso la referencia más pequeña acerca del pasado provocaba tanto dolor y sufrimiento a su abuela que ella nunca se había atrevido a insistir más en ello. Así que se había criado con montones de dudas y sin ninguna respuesta acerca de las personas que le habían dado la vida.
Paula cerró los ojos, se abrazó y negó con la cabeza. Nada de eso era relevante para enfrentarse a lo que había decidido hacer. Era una mujer adulta de veintisiete años y tenía que continuar con su vida. Debía separarse de Pedro y marcharse a un lugar lejano, conseguir un trabajo y labrarse un futuro. Se había repetido lo mismo miles de veces durante los tres meses anteriores.
No podía cambiar de opinión. Abrió los ojos y comenzó a pasear por la habitación. No se atrevía a imaginar nada diferente, porque no sabía qué le depararía la vida. De otro modo, sabía qué era a lo que se arriesgaba y sentía cierta tranquilidad con ello. Sobreviviría.
De pronto, sintió como si las paredes de la habitación se cerraran sobre ella. Siempre había odiado los espacios pequeños. Esa había sido parte de la pesadilla de estar en el hospital, la sensación de estar atrapada. Necesitaba salir a dar un paseo. Era la única manera de la que podría pensar.
No dudó ni un instante. Sacó un par de calcetines de la maleta y se dirigió al salón, se puso el abrigo, el gorro y la bufanda y después las botas. Se dejó los guantes. Estaban tan empapados que decidió que iría mejor sin ellos.
Guardó la llave de la suite en el bolso y abrió la puerta para dirigirse hacia el ascensor. Cuando llegó a la recepción, su corazón latía acelerado. No sabía qué iba a decirle a Michael o a la recepcionista, pero, por suerte, Michael no estaba por ningún sitio y la recepcionista estaba hablando por teléfono.
Se apresuró para salir del hotel y suspiró aliviada en cuanto pisó la calle.
Hacía un frío terrible, pero Paula continuó caminando. La nieve estaba amontonada a ambos lados de la acera, así que había un paso en el medio y no tuvo problemas para llegar a la calle principal. La ciudad ya había despertado y había algunos coches circulando y alguna que otra persona por la calle.
Paula no sabía a dónde se dirigía, y a pesar de todo estaba un poco emocionada. Era la primera vez que salía sola desde el accidente y la sensación de independencia era intensa. Sentaba bien formar parte de la raza humana otra vez.
Aunque todavía estaba oscuro, las farolas y el reflejo de la nieve iluminaban los alrededores. Hacía un frío helador, pero ella continuó caminando y preguntándose por qué no se sentía cansada.
A pesar de que había salido para pensar sobre su relación con Pedro y sobre lo que iba a hacer, no estaba pensando nada. Simplemente disfrutaba del aire frío, y del hecho de estar viva. No había muerto bajo las ruedas de un camión y tampoco se había quedado condenada a una silla de ruedas.
Era afortunada. Pedro tenía razón, y el doctor Price también. Estaba mucho mejor que otros pacientes del hospital.
Media hora más tarde se percató de que necesitaba sentarse. Caminar sobre la nieve era muy cansado. El doctor Price le había aconsejado que no hiciera muchos esfuerzos al principio y era evidente que sabía de qué hablaba.
Paula retiró la nieve de un banco y se sentó mirando a Hyde Park. Pasó una pareja abrazada y, al ver a Paula, la chica dijo:
–¡Feliz Navidad! –y se rieron cuando se resbalaron en la nieve.
Era posible que todavía no hubieran regresado a casa después de una fiesta.
Antes de conocer a Pedro, Paula no había asistido a muchas fiestas. Su abuela consideraba que era una frivolidad y ella había preferido quedarse practicando sus pasos de danza.
«No era exactamente así», pensó Paula frunciendo el ceño.
Siempre se había sentido culpable cuando pensaba ir a fiestas o reuniones. Sabía que su abuela había hecho grandes sacrificios para poder pagarle la carrera de danza. Y si a eso le añadía que siempre se había sentido como pez fuera del agua, y trataba de esconderse en algún lugar, era normal que no la invitaran a demasiados eventos.
Después, Pedro había aparecido en su vida, volviéndola patas arriba y retando toda las reglas con las que ella había vivido. El pánico se apoderó de ella, pero Paula no estaba segura de si era por la idea de abandonar a Pedro o por no haber aprovechado las últimas horas en las que todavía podía tocarlo y acariciarlo. ¿Por qué estaba sentada en un banco de la calle cuando podía estar entre sus brazos?
Permaneció en el banco y esperó a que el pánico se le pasara. Estaba allí porque necesitaba pensar. Desde el accidente no había hecho más que pensar, pero no con frialdad.
Desde hacía mucho tiempo, bailar había sido lo más importante de su vida. Nunca había intentado hacer otra cosa, y estaba segura de que si probaba también podría hacerlo bien. Quizá ya no pudiera bailar nunca más, pero podría enseñar. En el fondo siempre había imaginado que algún día terminaría dando clases, pero nunca había pensado que fuera tan pronto y, menos aún porque no le quedara más remedio. ¿Y por qué no aceptarlo? El accidente había ocurrido. Fin de la historia.
¿Y Pedro? ¿Podría encajar en su nueva vida? Era como si otra parte de sí misma estuviera obligándola a enfrentarse al verdadero problema.
Una cosa era decidir que el matrimonio había terminado mientras estaba ingresada en el hospital, donde toda su vida estaba controlada y regida por horarios estrictos y otra cuando Pedro estaba a su lado. El baile había sido una parte fundamental de su vida, pero Pedro había sido su mundo Desde la primera cita, ambos habían disfrutado de estar juntos más que con ninguna otra persona, y el lado íntimo de la relación había sido todo lo que ella habría podido desear. Él había sido muy cariñoso siempre y a menudo le mandaba mensajes de texto diciéndole que estaba pensando en ella o invitándola a comer después del trabajo.
Su mente se inundó de recuerdos al instante.
Con Pedro haciendo el amor hasta el amanecer. Caminando a medianoche por la playa de Madeira. Pedro desnudo, preparando el desayuno. La lista era interminable y ella era incapaz de detener su pensamiento.
Amanecía un nuevo día, pero Paula estaba anclada en el pasado y, a pesar de que había tenido pensamientos valientes para el futuro, no encontraba la manera de encajar a Pedro en él. Sus vidas siempre habían estado en el candelero y, debido a quién era él debía seguir en el mismo lugar. Sin embargo, en ella había cambiado algo fundamental.
¿Podrían funcionar como pareja, con Pedro viviendo su vida y ella con una completamente diferente? ¿Separados tanto en el trabajo como en la vida social? No lo creía. Estaba convencida de que sería un desastre.
Y así continuó sentada bajo el cielo blanco, como una figura solitaria acurrucada en un banco.
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