viernes, 25 de diciembre de 2015

CAPITULO 3




Paula no había visto ninguna fotografía del hotel, y puesto que todos estaban llenos por Navidad no había tenido mucho donde elegir, así que, cuando Pedro se detuvo frente al exterior de un edificio bastante deteriorado, Paula no pudo evitar suspirar.


–Lo siento –dijo ella–. De veras, pero algún día te darás cuenta de que esto es lo mejor. Gracias por haber venido a verme hoy, pero creo que a partir de ahora será mejor si nos comunicamos únicamente a través de los abogados.


Pedro no dijo nada, salió del coche y se acercó a su puerta para ayudarla a salir.


Paula salió del vehículo moviéndose de manera torpe debido a sus lesiones y, consciente de que a Pedro le gustaban las mujeres elegantes, no pudo evitar sentirse muy mal. Esa era la realidad, y si a él no le gustaba su torpeza, significaba que era verdad que no podían tener un futuro juntos.


Ella lo miró mientras él cerraba la puerta del pasajero, pero su rostro estaba inexpresivo. Cuando sacó la maleta y Paula se disponía a agarrarla, él la ignoró, la sujetó del brazo y la guio hacia la entrada del hotel.


El interior del hotel tenía mucho mejor aspecto que el exterior y, una vez dentro, ella dijo:
–Gracias –y estiró la mano para recoger la maleta–. Yo puedo llevarla a partir de ahora.


–Siéntate –la dejó sobre una de las butacas que había en la recepción–. Te registraré y pediré que suban la maleta a tu habitación antes de ir a comer. ¿Necesitas algo de la maleta antes de que se la lleven?


Paula negó con la cabeza. La medicación la llevaba en el bolso.


–Pienso que no...


–Bien. No pienses –dijo él con sarcasmo–. Por una vez en tu vida, escucha y nada más.


Ella lo observó mientras él se acercaba a la recepción. La cabeza le daba vueltas, le dolían las piernas y la espalda.


Los médicos le habían advertido que estaría muy cansada después de haber pasado tanto tiempo en la cama y ella había decidido que tomaría un taxi para ir al hotel, y después descansaría en su habitación y utilizaría el servicio de habitaciones si necesitaba algo. No esperaba sentirse tan débil, pero quizá tenía más que ver con su encuentro con Pedro y no con su estado físico.


Él regresó al cabo de unos minutos.


–Ya está todo arreglado –dijo satisfecho–. Y dentro de una hora sirven la comida en el restaurante, así que le he pedido al conserje que aparque el coche. Tienen un par de plazas reservadas para los empleados, pero han sido muy amables conmigo.


Paula no lo dudaba. El dinero tenía la capacidad de solucionar ese tipo de asuntos, y Pedro siempre era muy generoso.


–He pensado que preferirías comer aquí en lugar de en otro sitio –comentó él, y se sentó a su lado–. Pareces cansada. Y he pedido un café mientras esperamos.


Paula se sentía muy frágil. ¿Cómo se atrevía a imponerse así? ¿Y qué quería decir con que parecía cansada? ¿Que estaba poco atractiva? Pues no hacía falta que él se lo dijera. El espejo hacía su trabajo cada mañana. No había dormido bien desde el accidente, y cuando conseguía dormir no paraba de tener pesadillas.


Paula lo miró un instante y después se volvió para mirar por la ventana que había junto al sofá. Los copos de nieve cubrían los tejados de las casas y, era evidente, que iban a ser unas navidades blancas. El año anterior había pasado las vacaciones esquiando en Suiza, y cada tarde regresaban a su cabaña para pasar la noche abrazados delante de la chimenea. Ella tenía pendiente actuar en una gran producción en Año Nuevo en el West End, y la vida le iba bien. Habían hablado de que algún día formarían una familia, pero sería años después. La mayoría de las bailarinas terminaban su carrera profesional a los treinta y tantos años y Pedro estaba dispuesto a esperar a que ella estuviera preparada.


Como si hubiera sido capaz de leer su mente, él dijo:
–Parece que este año no tendremos que ir a buscar la nieve. Ha venido a buscarnos ella.


–Excepto que no se puede esquiar en Bayswater Road –dijo Paula, consciente de que nunca volvería a hacer ese tipo de deportes–. A menos que quieras que se te lleven los hombres de bata blanca.


Pedro se rio, pero inmediatamente su sonrisa desapareció.


–Háblame, Pau –le suplicó, utilizando de manera inconsciente el apodo cariñoso con el que solía dirigirse a ella–. Dime cómo te sientes, de qué va todo esto... Necesito saberlo, ¿no lo comprendes? Eso de que no sientes lo mismo que antes por mí no es una buena excusa.


Era cierto y no lo era al mismo tiempo. Y en el fondo, ella sabía que tendría que darle una explicación para que Pedro pudiera aceptar que la relación había terminado. 


Al mismo tiempo, sabía cuál era su postura respecto a la enfermedad. Durante los años que había vivido con su madre, y antes de que ella se marchara, se había criado en los peores barrios, relacionándose con drogadictos y personas muy deterioradas. Eso lo había llevado a tomar la decisión de cuidar de su propio cuerpo y no podía comprender a aquellos que no cuidaban de su salud. Su cuerpo de bailarina, ligero y atlético, era uno de los motivos por los que él se sentía atraído por ella. Paula lo sabía, aunque él nunca se lo había dicho tan claro. Y a partir de entonces...


Paula lo miró a los ojos y, eligiendo las palabras con cuidado, dijo:
Pedro, ¿me escucharás de verdad y no me interrumpirás hasta que haya terminado? ¿Lo harás?


Él asintió.


–Sí me dices la verdad...


–Antes me preguntaste si todavía te quiero y la respuesta es que por supuesto que sí –al ver que él se movía, ella levantó la mano–. Me lo has prometido –le recordó.


–Continúa –dijo él, mirándola fijamente.


–Ahora, después del accidente, no es suficiente con que yo te quiera y tú me quieras. Desde pequeña lo único que he deseado hacer es bailar. Era mi vida. Estuve completamente dedicada al ballet hasta que crecí demasiado, pero puesto que podía seguir bailando no me importó demasiado. Ya sabes lo competitivo que es el mundo del espectáculo, pero nunca dudé ni un instante, porque necesitaba bailar. Era así de sencillo. Y ahora, todo ha terminado.


El camarero la interrumpió para servir el café y Paula esperó a que se marchara para continuar.


–Sé que ese día podía haber muerto, y me alegro de estar viva, pero ya nada volverá a ser como antes. Me siento perdida, lo admito, pero sé que si no quiero ahogarme en la
autocompasión tengo que crear una nueva vida para mí, lejos del mundo en el que he vivido durante la última década. Y Pedro... –hizo una pausa–. Tú eres la personificación de ese mundo. Te encanta. Es tu alimento. Toda tu vida.


Pedro se movió otra vez y ella lo detuvo levantando la mano.


–Esas son solo algunas de las razones por las que tengo que marcharme. Estás rodeado de mujeres que te ven como el medio para entrar en el negocio. Mujeres bellas, jóvenes con talento, ambiciosas... En el pasado nos hemos reído acerca de lo que algunas serían capaces de hacer para llamar tu atención. Yo estaba delante cuando te han hecho proposiciones. Sé hasta dónde están dispuestas a llegar. Entonces, no me gustó y ahora me gusta menos.


Estaba temblando y bebió un sorbo de café. Necesitaba la cafeína. La parte restante era la más difícil de decir.


–Antes yo podía ser todo lo que tú necesitas. Ahora no puedo. Hemos de ser sinceros y enfrentarnos a los hechos. Tienes una esposa lisiada. Tú, el rey del mundo del espectáculo. Y cuando asistamos a eventos o cenas y caminemos por la alfombra roja, yo iré cojeando a tu lado. Incluso puede que llegue un día en el que tengas que empujar mi silla de ruedas. O en el que yo me quede en casa, preguntándome qué mujer será la que pruebe suerte esa noche contigo. Me convertiré en alguien que no quiero ser y tú también cambiarás. No quiero que terminemos así. Es mejor dejarlo ahora, mientras todavía nos queremos y tenemos buenos recuerdos de la relación.


Pedro la miraba como si estuviera loca.


–Tonterías –soltó furioso–. No estás hablando de nosotros. Lo que tenemos es mucho mejor y más fuerte de lo que has contado. Y esas supuestas mujeres bellas de las que has hablado... ¿Qué eres tú, sino eres bella? ¿Por dentro y por fuera?


–No lo soy, Pedro, ya no. Tengo cicatrices... Marcas rojas y abultadas en la piel que solías decir que era como seda de color miel. No se quitarán nunca. Las tendré hasta el día de mi muerte.


–No me importan tus cicatrices. Solo porque afectan a la percepción que tienes de ti misma.


–No las has visto –lo miró, muriéndose por dentro.


–¿Y de quién es la culpa? Cuando te pedí que me las enseñaras te pusiste histérica, me echaron de la habitación y me advirtieron que no volviera a mencionártelo. Me dijeron que me las enseñarías cuando estuvieras preparada. Después, me comunicaron que mis visitas te hacían daño y que era mejor que te diera un poco de tiempo. Pues si ese tiempo es lo que ha provocado que se te ocurrieran todas esas tonterías que me has dicho, debería haber continuado visitándote. Te quiero, con cicatrices y todo, y no me gusta que me consideren un mujeriego dispuesto a acostarse con cualquier mujer. No soy así, y lo sabes.


Ella se sonrojó a causa del enfado.


–Yo no he dicho eso.


–Es exactamente lo que has dicho –repuso furioso–. De acuerdo, deja que te pregunte una cosa. ¿Y si hubiese sido yo el que hubiese sufrido el accidente? ¿Y si me hubiesen hecho a mí todas las operaciones y hubiese estado todo ese tiempo en el hospital? ¿Y si fueran mis piernas? ¿Estarías mirando a tu alrededor en busca de otra persona?


–Por supuesto que no. Sabes que no.


–Entonces, ¿por qué diablos crees que lo haría yo? ¿Y qué te hace pensar que tu amor es superior al mío? Porque eso es lo que estás insinuando, por mucho que intentes disimularlo, y no me gusta.



–Estás tergiversando mis palabras –dijo ella, al borde de las lágrimas–. Nunca he dicho que mi amor sea mejor que el tuyo.


Pedro observó sus labios temblorosos, las ojeras oscuras, y su rostro demacrado, blasfemó en voz baja y la abrazó.


–No llores –murmuró–. No quiero hacerte llorar. Quiero quererte, cuidar de ti y hacer que todo esté bien, pero me estás volviendo loco. Durante las últimas semanas he estado a punto de perder la cordura. Incluso he llegado a venir al hospital por las noches y esperar en el aparcamiento para estar cerca de ti. Una locura, ¿verdad? Pues ha sido así.


Paula se relajó contra su cuerpo unos instantes. En lugar de tranquilizarla, las palabras de Pedro le habían demostrado que no veía las cosas con claridad. Él no podía conseguir que todo estuviera bien, nadie podía conseguirlo, y lo que él había mencionado antes acerca de permanecer a su lado hasta el final resonaban en su cabeza. Pedro consideraba que quedarse a su lado, apoyarla y protegerla, era su deber. 


Y aunque sabía que también la quería, no le gustaba que fuera el motivo para continuar con el matrimonio. No podría soportar vivir con alguien que se compadecía de ella.


Separándose de él, se bebió el resto del café. Al cabo de un momento, él hizo lo mismo, pero no dejó de mirarla mientras bebía.


–En parte, esto tiene que ver con tu abuela, ¿lo sabes, verdad? Una gran parte.


–¿De qué diablos estás hablando? Mi abuela murió hace años.


–Sé que ella te crio y que la querías –dijo él–, pero por lo que me has contado no le gustaban demasiado los hombres. Nunca permitió que olvidaras que tu padre abandonó a tu madre, y todos los días te mencionaba las aventuras amorosas de tu abuelo, ¿no es así?


–Eso es una exageración.


–No tanto. Ella fue inculcándote el veneno de su propia amargura durante años. No fue capaz de superar que, al final, él la abandonó. Ni siquiera después de haber aguantado durante todo el matrimonio que él no dejara de fijarse en otras mujeres.


Paula alzó la barbilla y lo miró.


–¿Y por qué debería haberlo perdonado? Era un hombre odioso. Si hubiese sido mi marido lo habría llevado al veterinario para que le hiciera cierta operación.


Pedro esbozó una sonrisa.


–Lo tendré en mente –contestó él–, pero lo cierto es que sus prejuicios acerca de los hombres te afectaron, provocando que te sientas insegura en ciertos temas. Admítelo. Es la verdad, Pau, y lo sabes.


–No haré tal cosa –¿cómo se atrevía a criticar a su abuela de esa manera?–. Y lo que hicieron mi abuelo y mi padre no tiene nada que ver con esta situación.


–No es una situación, Pau –dijo Pedro–. Es nuestro matrimonio y, a pesar de lo que digas, sus infidelidades tienen mucho peso en tu forma de verlo. ¿Alguna vez pensaste que envejeceríamos juntos? ¿Lo hiciste? Porque yo creo que no. Y no me importaba, porque mi intención era demostrarte que estabas equivocada y que no iba a marcharme a ningún sitio.


Ella se sentía confusa. Él lo estaba removiendo todo, y no era justo. Ella se había preparado para lo inevitable durante semanas, blindando su corazón contra cualquier esperanza, y no podía permitirse regresar a los momentos posteriores del accidente, cuando no sabía qué hacer. Había sido peor después de comprender que la única manera de conservar su dignidad sería abandonar a Pedro. No podría soportar ver cómo dejaba de amarla porque su vida de pareja no funcionaba. Su trabajo, sus colegas, sus amigos, todo formaba parte de un mundo en el que ella ya no tenía cabida. Lo mismo que los había unido era lo que los obligaba a separarse. Una ironía.


–Solo sé que no puedo continuar con esto, Pedro –dijo ella–. No puedo.


En esos momentos se abrieron las puertas del hotel y entró una familia japonesa con dos niñas hablando animadamente. Las pequeñas llevaban un abrigo rojo y un gorro a juego y, al verlas, Paula no pudo evitar sonreír a la madre a pesar de cómo se sentía.


–Es la nieve –dijo la mujer en un inglés perfecto–. Deseaban tener unas navidades blancas para que Papá Noel y los renos pudieran aparcar el trineo aquí y sentirse como en casa.


–Es muy importante –convino Paula, mirando a las niñas–. No olvidéis dejar unas zanahorias para los renos, ¿de acuerdo? Acaban muy cansados después de repartir tantos regalos en una sola noche.


Las niñas se rieron, aunque Paula no estaba segura de si la habían entendido o no.


–¿Y qué hay de la familia que dijimos que formaríamos un día? –le preguntó Pedro mirándola muy serio–. ¿Dónde encajan los hijos en ese futuro que planeas para ti?


Ella agachó la cabeza, permitiendo que su cabello rubio rojizo ocultara su rostro.


–En ningún sitio –susurró, consciente de que si no tenía hijos con Pedro no los tendría con nadie. La idea de que otro hombre la tocara era impensable. Era la mujer de Pedro y siempre lo sería, en cuerpo y alma, aunque no pudiera estar con él.


–Ya veo. Así que has tomado esa decisión en mi nombre. Qué amable. ¿Y tengo derecho a protestar por haber perdido la oportunidad de ser padre?


–No tienes por qué perderla. Podrías tener hijos con otra mujer –continuó sin mirarlo.


–Si no fuera porque estamos en un sitio público, te diría exactamente lo que pienso de lo que acabas de decir –repuso furioso–. ¿De veras crees que otra mujer puede remplazar tu sitio? ¿De veras? ¿Nada de lo que te he dicho en el pasado significa algo para ti? Me he enamorado de ti. No quiero a nadie más que a ti. Nunca querré a nadie más. Escucha lo que te estoy diciendo, ¡maldita seas!


Paula nunca lo había visto tan enfadado como cuando cometió el error de levantar la vista. Su rostro era el de un peligroso desconocido y la furia marcaba el tono de su voz.


A Paula estuvo a punto de traicionarle el corazón, pero sin que le temblara la voz consiguió decir:
–Esto era lo que pretendía evitar y por eso no quería verte. No quiero pelear contigo, Pedro, pero hablo en serio y no conseguirás hacerme cambiar de opinión. Si quieres marcharte y no quedarte a comer, me parece bien.


Ella observó cómo controlaba la rabia despacio gracias al autocontrol. En otras ocasiones había visto su capacidad para controlar sus emociones, y casi había sentido miedo. Al cabo de unos momentos, él sonrió, y solo aquellos que lo conocían muy bien se habrían dado cuenta de que no era una sonrisa de verdad. No obstante, ella lo conocía muy bien.


–Estoy aquí y voy a quedarme –contestó Pedro.


Y a Paula le dio la sensación de que no solo estaba hablando de la comida.







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